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No es con originalidad que afirmamos, desde el principio, que vivimos tiempos difíciles, comparables en algún grado al negro período de supresión de derechos individuales que enojan la historia nacional y que, me duele decir, parece haber sido olvidado por el pueblo. El mismo pueblo que otrora gritó “directas ya” o que se conmovió con las Madres de la Plaza de Mayo, diciéndose “harto de tanta corrupción”, pide castigo a toda costa.

Es legítimo y comprensible que el pueblo esté harto, después de todo, no son pocas las noticias de falta de lisura de nuestros elegidos. Es incompatible, sin embargo, que la respuesta a esa voz popular sea simplista hasta el punto de llevar el país y la jurisprudencia al mismo nivel anterior a la Constitución Ciudadana de irrespeto sistematizado a derechos.

El gran punto es que ese coro viene siendo engrosado por operadores del derecho, que, sin rubor, admite que los fines justifiquen los medios y, así, contribuyen al desarrollo de la más peligrosa de las dictaduras, la de la pluma. Un autoritarismo populista, vestido en piel de cordero y viabilizado por la existencia de tipos penales abiertos.

En el contexto de combate a la corrupción, el tipo penal que más atrae focos es lo que se ha convenido llamar “obstrucción de Justicia”, crimen propio de las investigaciones que involucran a organizaciones criminales (artículo 2, § 1º, Ley 12.850/2013). Y aquí hay dos aberturas condenables: la primera proporcionada por el texto de la ley, que es demasiado genérico; la segunda por la pluma.

En efecto, en los periódicos se ve que las grandes operaciones recientes de combate a la corrupción están apoyadas en las directrices de la Ley 12.850/2013. Todo se volvió sinónimo de organización criminal. Y, aún peor, la actuación defensiva en ese tipo de investigación ha sido vista y tratada de forma equivocada.

Es notorio que el derecho constitucional al silencio tiene como consecuente no descartable, en el sistema jurídico patrio, el derecho del investigado a dar la versión que quiera a los hechos que voluntariamente resolver abrir a cualquier autoridad encargada de la persecución penal. También es notorio que el interrogatorio no es medio de prueba, sino de defensa. Además, no hay la legislación ningún dispositivo que impida que los investigadores conversen y, a pesar de cualquier moralismo con que se quiera calificar – concertar versiones. Al sumar todo eso, es técnicamente viable que los acusados ​​mientan y, sí, que combinen qué decir para garantizar un mayor éxito en la defensa.

Pero a partir del momento en que el interrogatorio pasó a ser equivocadamente tratado como medio de prueba, todo cambió. Lo que era visto apenas como inmoral ganó el estatus de típico, antijurídico y culpable. Este cambio fue repentina y ganó estatus en la generalidad del tipo “obstrucción de Justicia”, que hasta hoy nadie sabe lo que exactamente significa.

En la medida en que, para los casos recientes, la única fuente de prueba es la delación premiada, cualquiera que sea la actitud que obstaculice los caminos de ese instituto ha sido tratada con rigor que, de tan excesivo, deja íntegramente de lado toda y cualquier noción del concepto de un interrogatorio y, más, de los desdoblamientos del derecho constitucional al silencio.

Peor, gana fuerza una visión dicotómica del proceso: o el acusado colabora (lea, delata) o su omisión pasa a ser vista como obstáculo. Por otra parte, ¿qué no es la defensa si no obstáculo a investigadores y paladines que sueñan con no tener riendas?

Esta fue una de las preguntas provocadas por un caso recientemente juzgado por el Supremo Tribunal Federal. Se trata del Habeas Corpus 141.478/RJ, que cuestiona la detención preventiva para proteger la instrucción criminal. ¿El hecho? Una reunión, en presencia de abogados, en la que se trató de las posibles consecuencias de una búsqueda y aprehensión ocurrida en la dirección de uno de los involucrados.

Sucede que dos de los participantes de esta conversación resolvieron, tras dicha reunión, colaborar con la justicia. Pero para hacer perseverar la delación todo vale. Así, según la lógica del decreto de prisión, quien pretendía que el interrogatorio traía oposición a las acusaciones venideras, y no una delación, evidentemente tenía intención de embarazar investigaciones.

Esta es una conclusión de consecuencias gravísimas para el derecho de defensa y, por lo tanto, una preocupación del Instituto de Defensa del Derecho de Defensa (IDDD). Tanto que el instituto ingresó y fue admitido como amicus curiae en el Habeas Corpus en aprecio.

La orden fue parcialmente concedida por el eminente ministro Gilmar Mendes que, si bien ha preferido esperar una definición colegiada respecto al alcance del tipo, hizo una alerta clara y acorde con la realidad del proceso penal: “Es necesario que el Judicial asuma con responsabilidad, papel de órgano de control de los pedidos del Ministerio Público.”

Esto sólo ocurrirá, señor ministro, cuando los magistrados retomen la toga de la imparcialidad y se desnudan de la armadura que vistieron cuando salieron al frente.

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No es con originalidad que afirmamos, desde el principio, que vivimos tiempos difíciles, comparables en algún grado al negro período de supresión de derechos individuales que enojan la historia nacional y que, me duele decir, parece haber sido olvidado por el pueblo. El mismo pueblo que otrora gritó “directas ya” o que se conmovió con las Madres de la Plaza de Mayo, diciéndose “harto de tanta corrupción”, pide castigo a toda costa.

Es legítimo y comprensible que el pueblo esté harto, después de todo, no son pocas las noticias de falta de lisura de nuestros elegidos. Es incompatible, sin embargo, que la respuesta a esa voz popular sea simplista hasta el punto de llevar el país y la jurisprudencia al mismo nivel anterior a la Constitución Ciudadana de irrespeto sistematizado a derechos.

El gran punto es que ese coro viene siendo engrosado por operadores del derecho, que, sin rubor, admite que los fines justifiquen los medios y, así, contribuyen al desarrollo de la más peligrosa de las dictaduras, la de la pluma. Un autoritarismo populista, vestido en piel de cordero y viabilizado por la existencia de tipos penales abiertos.

En el contexto de combate a la corrupción, el tipo penal que más atrae focos es lo que se ha convenido llamar “obstrucción de Justicia”, crimen propio de las investigaciones que involucran a organizaciones criminales (artículo 2, § 1º, Ley 12.850/2013). Y aquí hay dos aberturas condenables: la primera proporcionada por el texto de la ley, que es demasiado genérico; la segunda por la pluma.

En efecto, en los periódicos se ve que las grandes operaciones recientes de combate a la corrupción están apoyadas en las directrices de la Ley 12.850/2013. Todo se volvió sinónimo de organización criminal. Y, aún peor, la actuación defensiva en ese tipo de investigación ha sido vista y tratada de forma equivocada.

Es notorio que el derecho constitucional al silencio tiene como consecuente no descartable, en el sistema jurídico patrio, el derecho del investigado a dar la versión que quiera a los hechos que voluntariamente resolver abrir a cualquier autoridad encargada de la persecución penal. También es notorio que el interrogatorio no es medio de prueba, sino de defensa. Además, no hay la legislación ningún dispositivo que impida que los investigadores conversen y, a pesar de cualquier moralismo con que se quiera calificar – concertar versiones. Al sumar todo eso, es técnicamente viable que los acusados ​​mientan y, sí, que combinen qué decir para garantizar un mayor éxito en la defensa.

Pero a partir del momento en que el interrogatorio pasó a ser equivocadamente tratado como medio de prueba, todo cambió. Lo que era visto apenas como inmoral ganó el estatus de típico, antijurídico y culpable. Este cambio fue repentina y ganó estatus en la generalidad del tipo “obstrucción de Justicia”, que hasta hoy nadie sabe lo que exactamente significa.

En la medida en que, para los casos recientes, la única fuente de prueba es la delación premiada, cualquiera que sea la actitud que obstaculice los caminos de ese instituto ha sido tratada con rigor que, de tan excesivo, deja íntegramente de lado toda y cualquier noción del concepto de un interrogatorio y, más, de los desdoblamientos del derecho constitucional al silencio.

Peor, gana fuerza una visión dicotómica del proceso: o el acusado colabora (lea, delata) o su omisión pasa a ser vista como obstáculo. Por otra parte, ¿qué no es la defensa si no obstáculo a investigadores y paladines que sueñan con no tener riendas?

Esta fue una de las preguntas provocadas por un caso recientemente juzgado por el Supremo Tribunal Federal. Se trata del Habeas Corpus 141.478/RJ, que cuestiona la detención preventiva para proteger la instrucción criminal. ¿El hecho? Una reunión, en presencia de abogados, en la que se trató de las posibles consecuencias de una búsqueda y aprehensión ocurrida en la dirección de uno de los involucrados.

Sucede que dos de los participantes de esta conversación resolvieron, tras dicha reunión, colaborar con la justicia. Pero para hacer perseverar la delación todo vale. Así, según la lógica del decreto de prisión, quien pretendía que el interrogatorio traía oposición a las acusaciones venideras, y no una delación, evidentemente tenía intención de embarazar investigaciones.

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