Mucho se ha dicho sobre la conducción coercitiva. Y, después del revoco causado por la conducción policial de un ex presidente, puede parecer que todo ya se ha dicho. No faltaron artículos de los más diferentes y consagrados juristas para debatir, analizar y criticar la prisión momentánea de quien es el blanco de la vez de la Policía Federal con la utilización sesgada de la regla del artículo 260 del Código de Proceso Penal.
Por fin, es innegable que ser llevado por policías hasta una comisaría configura reprimir la libertad, aunque con una duración temporal limitada y puntual.
Como enfatizó Lenio Luiz Streck, “en una palabra, llamando las cosas por el nombre: la conducción coercitiva, hecha fuera de la ley, es una prisión por unas horas. Y prisión por un minuto ya es prisión”[1].
Y Aury Lopes Jr. también puntualiza, con maestría: “ahora, la conducción coercitiva es una especie de detención, pues hay una innegable restricción de la libertad de alguien, que se ve cercado en su libertad de ir y venir”. Antes, Aury ya había anotado que “más que nunca, hay que comprender que el estar presente en el proceso es un derecho del acusado; “nunca un deber” y que “el imputado no es objeto del proceso y que no está obligado a someterse a cualquier tipo de acto probatorio (pues protegido por el nemo tenetur se detegere), su presencia física o no es una opción de él”[2].
Por lo demás, no hay que repetir aquí todo aquello que renombrados juristas ya han dicho. Es conocido el origen poco (o nada) democrático del Código de Proceso Penal creado bajo la batuta de Getúlio Vargas. En el artículo 260 de dicho diploma (de inconstitucionalidad innegable), la conducción coercitiva del acusado sólo sería posible después de una intimación previa eficaz, pero no cumplida. Que, de esta forma, sería acto típico de acción penal, no de investigación.
Como defiende Badaró[3], por ejemplo, es imposible llamar la conducción de medida cautelar atípica bajo el inaceptable uso de un poder general de cautela – concepto éste que no tiene espacio en los estrictos contornos de la tipicidad / legalidad del derecho procesal penal y del artículo 5, LIV, de la Constitución, que garantiza que nadie será privado de la libertad o de sus bienes sin el debido proceso legal.
Bien porque, a cualquier objetivo de la Justicia Penal se garantiza el derecho al silencio, de no producir prueba contra sí mismo, de tener asistencia de un defensor, entre otros.
Esta es la gran ironía, pues llevar la fuerza a una investigación es también avergonzarlo a declarar cuando se le garantiza el derecho amplio de mantener el silencio e incluso a la ausencia (ya que, como sólo sucede, sus datos calificativos son muy bien conocidos).
Pero, aun así, cada semana tenemos una nueva fase de la Lava Jato; una nueva delación; un nuevo estallido.
Coloquemos las gotas en las “is”. Es en el inicio del aprendizaje académico que se enseña a ser la defensa en proceso penal ejercida de dos formas: la defensa técnica y la autodefensa.
Ahora bien, el interrogatorio un acto de defensa, que la Carta Constitucional impone es amplia y, por tanto, impasible de interferencias, tampoco provenían de los conocidos actores de las grandes operaciones policiales. Por lo tanto, forzar al investigado a comparecer para declarar es resquicio de un tiempo oscuro.
Pero parece que se ha torcido para que las autoridades cierren las cortinas… Como diría Chico Buarque, “El pobre / Se encontró / Más agujereado / Que Jesús / Y sin embargo / Se mueve / Como prueba / El Galileo”[4].
¿Cómo explicar que esa violencia, tan obviamente ilegal, permanezca intacta? La moda más “jabuticaba” de las operaciones de la Policía Federal no cumple el Código de Proceso Penal y afrenta la Constitución. No basta, transforma lo excepcional en regla cotidiana y hace de la violencia desmotivada una “regla estatal” opuesta a la propia ley.
No hay justificación jurídica, o incluso lógica, para conducir bajo flashes los blancos de la Policía Federal; la fantasía de licitud simplemente no viste la conducción coercitiva que diuturnamente ocupa los titulares de nuestras mañanas.
Y es un real despropósito afirmar que la exhibición generalmente nacional de un mero sospechoso tiene el condón de protegerlo.
Pero es la cuestión: el punto central es esta exhibición.
Nadie niega que todo acusado o sospechoso de un crimen tiene el inamovible derecho al silencio. Pero, por ser sospechoso, no tiene el derecho de pasar incólume. Lejos de eso, es exhibido como protagonista y villano. Esto mismo que las investigaciones puedan tener idéntico éxito sin esos flashes, sin esas conducciones.
Sin embargo, la conducción coercitiva es un punto obligatorio en todas las operaciones de la Policía Federal. Queda la impresión de que estamos anestesiados.
Es verdad que el show montado en torno al ex presidente causó reacción de la comunidad jurídica. Pero los tribunales aún se abstienen de analizar la cuestión.
Por el contrario, la conducción coercitiva ha sido vista por muchos juristas casi como un “favor” de la Corte. Al final, el investigado ha de levantar las manos al cielo: ¿puede ser jugado en la cárcel, cuál es el problema de un paseo de coche registrado por fotógrafos y camarógrafos?
En el Supremo Tribunal Federal, la ADPF n. 395, aún se encuentra pendiente de juicio. El parecer ya ofrecido por la Fiscalía, lejos de abordar la constitucionalidad del artículo 260 del Código de Proceso Penal (objeto de la acción)[5], reconoce expresamente que la práctica representa “restricción de libertad”, aunque “menos gravosa que la prisión preventiva”.
El STF ya se levantó (y aún se levanta) en otros tantos temas relacionados a la libertad, incluso cuando esta es amenazada por las operaciones de la Policía Federal. Precisa, es urgente, también manifestarse sobre más esta “jabuticaba”, para definitivamente enterrarla con profundidad y en terreno que no permita hacer germinar y crecer una jabuticabeira.