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Los jueces Sergio Moro y Antonio César Bochenek recientemente han compartido un estimulante artículo en el periódico “O Estado de S. Paulo”.

En el texto, afirman que Petrobras “ha sufrido severos daños económicos, ilustrados por el pago de millonarios sobornos a antiguos dirigentes y la multimillonaria sobrefacturación de las obras” y defienden la necesidad de “incrementar la justicia penal” con la atribución de eficacia inmediata de la sentencia del juez, en casos de crímenes “graves en concreto”, como grandes desvíos de dinero público.

No se pretende discutir los graves hechos ocurridos en Petrobras, pero la afirmación taxativa del juez del caso sobre el proceso, antes de la sentencia, resulta inadmisible. Cualquier ciudadano puede anticipar un juicio de valor sobre los hechos públicos que involucran a Petrobras. ¡Pero el juez del caso, no!

Fuera los comentarios sobre el caso en curso, la propuesta de los jueces significa que el acusado, al ser condenado por el juez de primer grado, debe ir directo a la cárcel, aunque aún tenga la facultad de apelar la sentencia y resulte absuelto o su pena se vea mitigada. Con tal medida, los magistrados creen contribuir con la solución a la corrupción.

La propuesta causa asombro si observamos que dos jueces pugnan por la flexibilización de una cláusula inamovible descripta en la Constitución y que, como ellos bien lo saben, fue objeto de plena apreciación por el STF (en portugués, Supremo Tribunal Federal), cuando se asentó que el principio de la presunción de inocencia garantiza que los acusados puedan aguardar en libertad el juicio final.
La discusión es antigua. El Código de Proceso Penal, de 1941, no permitía, a modo de regla, la apelación en libertad. En plena dictadura militar la regla se vio flexibilizada. La antigua Ley del Crimen Organizado ya estipulaba la imposibilidad de apelar en libertad. Entonces, fue revocada por la nueva ley que define la organización delictiva.

Parece no es cierto que la lucha contra la corrupción y otros crímenes de igual o mayor gravedad deba servir de lección para abandonar conquistas valiosas no sólo para la democracia, sino para el proceso civilizatorio occidental.

Muchos utilizan el ejemplo del modelo americano, en el que, una vez juzgado en primera instancia, el acusado es conducido a la cárcel. Sucede, empero, que allí la mayoría de los casos terminan en un acuerdo. Además, cuando el caso prosigue, la persona es juzgada por jurado, es decir, un órgano colegiado.

Aquí, el reo tan solo es juzgado por un juez, quien a veces resulta muy bueno o, al revés, arbitrario. No hay, asimismo, un trabajo empírico que demuestre en qué medida las sentencias de primer grado son luego reformadas, sin embargo, a juzgar por nuestra experiencia, no es poco.

El recrudecimiento del sistema penal no implica una disminución de la criminalidad. Parece obvio que los empresarios y los directores de Petrobras involucrados en la Operación Lava Jato ponían los ojos en asuntos bien diferentes al “sistema punitivo”.

En realidad, hay una crisis de valores que se combina con una serie de mecanismos que permiten la corrupción, tales como la estructura política que se refleja en la estatal. Si no buscamos una solución para la crisis sin mover profundamente la estructura que permite este tipo de “negocio”, el recrudecimiento del sistema penal alterará poco o nada el fenómeno de la corrupción.

Antes de la Lava Jato vivimos el juicio del mensalão, que generó condenas y prisiones. En un pasado no tan remoto hubo otras operaciones con empresarios encarcelados, sin embargo esto no funcionó como chivo expiatorio.

Además, en relación a los llamados crímenes hediondos, se generó un incremento del sistema punitivo por el aumento de penas, la inviabilización de la libertad provisional en los casos de in fraganti y la exigencia del cumplimiento completo de la pena en régimen cerrado, lo cual a deshora luego fue declarado inconstitucional por el STF, pero no funcionó.

Los índices de criminalidad no han disminuido, pasando por alto tal “incremento” del sistema penal. Ahora, fantasiosamente, se desea adoptar una fórmula similar para doblegar a la crisis que no es nueva.

Fuera la cuestión de la constitucionalidad, sin un estudio consistente sobre la eficacia del encarcelamiento precoz ni la eficacia de las apelaciones o la misma criminalidad, se presentará una especie de coartada modelo destinada a tranquilizar momentáneamente a la opinión pública, con una pesada carga para acusados que se presumen inocentes.

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Los jueces Sergio Moro y Antonio César Bochenek recientemente han compartido un estimulante artículo en el periódico “O Estado de S. Paulo”.

En el texto, afirman que Petrobras “ha sufrido severos daños económicos, ilustrados por el pago de millonarios sobornos a antiguos dirigentes y la multimillonaria sobrefacturación de las obras” y defienden la necesidad de “incrementar la justicia penal” con la atribución de eficacia inmediata de la sentencia del juez, en casos de crímenes “graves en concreto”, como grandes desvíos de dinero público.

No se pretende discutir los graves hechos ocurridos en Petrobras, pero la afirmación taxativa del juez del caso sobre el proceso, antes de la sentencia, resulta inadmisible. Cualquier ciudadano puede anticipar un juicio de valor sobre los hechos públicos que involucran a Petrobras. ¡Pero el juez del caso, no!

Fuera los comentarios sobre el caso en curso, la propuesta de los jueces significa que el acusado, al ser condenado por el juez de primer grado, debe ir directo a la cárcel, aunque aún tenga la facultad de apelar la sentencia y resulte absuelto o su pena se vea mitigada. Con tal medida, los magistrados creen contribuir con la solución a la corrupción.

La propuesta causa asombro si observamos que dos jueces pugnan por la flexibilización de una cláusula inamovible descripta en la Constitución y que, como ellos bien lo saben, fue objeto de plena apreciación por el STF (en portugués, Supremo Tribunal Federal), cuando se asentó que el principio de la presunción de inocencia garantiza que los acusados puedan aguardar en libertad el juicio final.
La discusión es antigua. El Código de Proceso Penal, de 1941, no permitía, a modo de regla, la apelación en libertad. En plena dictadura militar la regla se vio flexibilizada. La antigua Ley del Crimen Organizado ya estipulaba la imposibilidad de apelar en libertad. Entonces, fue revocada por la nueva ley que define la organización delictiva.

Parece no es cierto que la lucha contra la corrupción y otros crímenes de igual o mayor gravedad deba servir de lección para abandonar conquistas valiosas no sólo para la democracia, sino para el proceso civilizatorio occidental.

Muchos utilizan el ejemplo del modelo americano, en el que, una vez juzgado en primera instancia, el acusado es conducido a la cárcel. Sucede, empero, que allí la mayoría de los casos terminan en un acuerdo. Además, cuando el caso prosigue, la persona es juzgada por jurado, es decir, un órgano colegiado.

Aquí, el reo tan solo es juzgado por un juez, quien a veces resulta muy bueno o, al revés, arbitrario. No hay, asimismo, un trabajo empírico que demuestre en qué medida las sentencias de primer grado son luego reformadas, sin embargo, a juzgar por nuestra experiencia, no es poco.

El recrudecimiento del sistema penal no implica una disminución de la criminalidad. Parece obvio que los empresarios y los directores de Petrobras involucrados en la Operación Lava Jato ponían los ojos en asuntos bien diferentes al “sistema punitivo”.

En realidad, hay una crisis de valores que se combina con una serie de mecanismos que permiten la corrupción, tales como la estructura política que se refleja en la estatal. Si no buscamos una solución para la crisis sin mover profundamente la estructura que permite este tipo de “negocio”, el recrudecimiento del sistema penal alterará poco o nada el fenómeno de la corrupción.

Antes de la Lava Jato vivimos el juicio del mensalão, que generó condenas y prisiones. En un pasado no tan remoto hubo otras operaciones con empresarios encarcelados, sin embargo esto no funcionó como chivo expiatorio.

Además, en relación a los llamados crímenes hediondos, se generó un incremento del sistema punitivo por el aumento de penas, la inviabilización de la libertad provisional en los casos de in fraganti y la exigencia del cumplimiento completo de la pena en régimen cerrado, lo cual a deshora luego fue declarado inconstitucional por el STF, pero no funcionó.

Los índices de criminalidad no han disminuido, pasando por alto tal “incremento” del sistema penal. Ahora, fantasiosamente, se desea adoptar una fórmula similar para doblegar a la crisis que no es nueva.

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