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En Brasil se suele decir que muchas leyes, aunque vigentes, no se aplican. La Ley de Lavado de Dinero, de 1998, confirma el dicho popular. Su fracaso fue de tal dimensión que en 2002 se creó una comisión para estudiar y proponer soluciones a los problemas que impedían el castigo de dichos crímenes.

Pasados los diez años, el presidente del Supremo, ministro Joaquim Barbosa, realiza una constatación semejante: entiende que los bancos poseen un blando control contra el combate al crimen de lavado y que es posible que haya problemas con las policías y el Ministerio Público.

El presidente del STF acusa a los bancos de ser ‘blandos’ con el lavado de dinero.

La crisis de la lucha contra el lavado de dinero es mayor. La raíz del problema está en la falta de comprensión del concepto del crimen. El lavado de dinero es una operación compleja, cuyo objetivo es darle apariencia lícita a bienes, derechos o valores provenientes de crímenes. El gran desafío es descubrir aquellos valores declarados a las autoridades mediante fraude en caso de que escondan su verdadero origen.
En Brasil, sin embargo, el concepto ha sido ignorado, y las autoridades, la mayoría de las veces, apenas investigan la ocultación del dinero proveniente del crimen precedente. Grabe error. La mayoría de los criminales esconde el producto del crimen y tan sólo una minoría se dedica al proceso de lavado.

Al investigar únicamente el ocultamiento, que a menudo no es más tramo final de la infracción anterior, el verdadero lavado queda impune, empero las autoridades se han contentado con las investigaciones simplistas, lo cual alienta la impunidad. No se investiga a fondo porque las policías, en particular la de los Estados, no disponen de una estructura adecuada.

El problema tiende a agravarse con los cambios relativos a la nueva ley de 2012: antes, tan solo los delitos graves eran generadores de lavado, pero ahora cualquier infracción penal es capaz de propiciarla; y si experimentábamos el fracaso con pocos crímenes considerados antecedentes, es obvio que será imposible mejorar el cuadro con el actual aumento.

Se ha perdido el foco. Es el típico caso en el que el “endurecimiento de la ley” finalmente sale por la culata.

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En Brasil se suele decir que muchas leyes, aunque vigentes, no se aplican. La Ley de Lavado de Dinero, de 1998, confirma el dicho popular. Su fracaso fue de tal dimensión que en 2002 se creó una comisión para estudiar y proponer soluciones a los problemas que impedían el castigo de dichos crímenes.

Pasados los diez años, el presidente del Supremo, ministro Joaquim Barbosa, realiza una constatación semejante: entiende que los bancos poseen un blando control contra el combate al crimen de lavado y que es posible que haya problemas con las policías y el Ministerio Público.

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La crisis de la lucha contra el lavado de dinero es mayor. La raíz del problema está en la falta de comprensión del concepto del crimen. El lavado de dinero es una operación compleja, cuyo objetivo es darle apariencia lícita a bienes, derechos o valores provenientes de crímenes. El gran desafío es descubrir aquellos valores declarados a las autoridades mediante fraude en caso de que escondan su verdadero origen.
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