Se ha cuestionado la ética de los abogados penales por aceptar defender a acusados de crímenes graves, contribuyendo así con la impunidad. El tema no es nuevo. Esto ya sucedió con relación a los abogados que actuaron en la defensa de los supuestos contrarevolucionarios en la Revolución Francesa y, a continuación, en el episodio del capitán Dreifus, en Francia, a finales del siglo XIX, y en Israel, cuando se juzgó a John Demjuk, acusado de gravísimos crímenes practicados en el Campo de concentración de Treblinka. En Brasil, el caso más reciente y emblemático se dio con el reconocido Evaristo de Morais Filho, quien defendió al entonces presidente Collor.
Cuando los penalistas no son confundidos con los mismos acusados, hay una irresistible vocación de la opinión pública (o publicada) en prejuzgar los casos. Se forma, entonces, un conjunto explosivo: el acusado, incluso antes de ser juzgado, ya es considerado un criminal peligroso y su abogado no es más que un ser abyecto, que ha aceptado la causa del bandido por dinero. Sucede, sin embargo, que los juicios precipitados, como nos enseña la historia, no son los mejores, pues basta recordar a Jesús y Barrabás. Además, sin conocer la prueba reunida en el proceso, se emite un juicio erróneo. Independientemente de ello, al menos en un Estado Democrático de Derecho, cualquier acusado, aunque sea culpable, tiene derecho a la defensa; y, por supuesto, a la mejor defensa. El escándalo, según Dershowitz, no está en que los ricos serán primorosamente defendidos, ¡sino que los pobres no lo serán! Cuando se critica a Márcio Thomaz Bastos por haber aceptado la causa de Carlinhos Cascada, se establece el prejuzgamiento y el prejuicio, a través de frases como “no está bien para un ex Ministro de Justicia defender a un mafioso”.
Los economistas que pasaron por el Ministerio de la Hacienda siguen trabajando con la economía y los médicos que pasaron por el Ministerio de Salud siguen en las clínicas. Pero los penalistas… De todos modos, nada más peligroso para la democracia y el Estado de Derecho que la injuria al derecho de defensa, fundado en una difusa ansiedad por la condena, la prisión o un espectáculo que satisfaga los más íntimos deseos de venganza. Garantizar el derecho de defensa es asegurar la racionalidad del castigo. Es hacer valer el más importante límite del arbitrio. No por nada tal derecho se halla contemplado en la Constitución, el Pacto de San José de Costa Rica, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en los más diversos tratados y convenciones. Es un derecho humano contraponer argumentos, recursos y disposiciones legales a la acusación para que favorezcan al acusado.
Querer impedir el uso de las correspondientes defensas ante la abrumadora ansiedad por la condena, además de ilegal, es cobarde e inmoral. Cuando la sociedad, el Estado y los medios de comunicación apuntan sus cañones contra el acusado, le resta el abogado defensor, muchas veces el último y único que lo escucha, oye su versión y quien lo lleva a juicio justo. Como decía Carnelutti “la esencia, la dificultad, la nobleza de la abogacía es esta: estar en el último peldaño de la escalera, al lado del acusado, mientras todos lo señalan”.
Quitarle incluso eso, hasta tal extremo y muchas veces solitario apoyo, es institucionalizar el linchamiento. Asimismo, un abogado penalista no puede – y no debe – crear ningún tipo de filtro moral con relación a sus clientes. El código de ética de la abogacía lo determina expresamente, al establecer que “es derecho y deber del abogado asumir la defensa criminal, sin considerar su propia opinión sobre la culpa del acusado”. Es más, de no ser así, un abominable delincuente podría estar libre, pues, sin defensa no hay juicio. El penalista, muchas veces, se planta contra la mayoría, en la solitaria tarea de defender a su cliente. Como diría Gramsci, es un verdadero contrapoder.
Este es su oficio, su función, su papel. Los que formulan las críticas más contundentes contra la defensa deben recordar que en un estado totalitario, el primer derecho negado es el de defensa. Sin este, cualquier barbaridad es posible, pues cualquier práctica es posible cuando no hay posibilidad de enfrentamiento o contrapunto. La democracia supone el diálogo, la dialéctica, el contraste de argumentos sin cesuras o coacciones. Silenciar a la defensa, criticar a aquellos que la ejercen, no disminuye la impunidad, no hace que el país sea más honesto y más seguro. Tan solo pone un límite al albedrío, a la violencia, al poder punitivo. Y la supresión de límites atrae al abuso. Siempre es oportuno recordar a Rui Barbosa, para quien “No hay otro medio de limitar el albedrío, sino a través de contornos definidos e inequívocos de la condición que lo limita”. Y si queremos impedir el arbitrio, el exceso y el abuso, es fundamental garantizar el derecho a la defensa.